Cuando vine a vivir a Neguri, empecé
a sacar fotos desde la ventana de mi cuarto. Al principio todo era encantador:
alrededor de mi casa había bosques impenetrables con árboles milenarios
y pájaros que cantaban en invierno y en verano.
Por delante había huertas cultivadas por mis
propios vecinos a quienes gritaba desde mi ventana para que me trajeran los
productos que necesitaba. Enfrente todo era campo, algunos caseríos y
el convento de las monjas de clausura a lo lejos.
Luego me fuí a California y me quedé porque estaba a gusto, así que tardé un poco en volver y, cual no fue mi sorpresa, cuando me encontré con que la civilización había entrado en mi territorio:
El centro comercial Artea enfrente.
Mi calle, hasta entoncas corta y cerrada, no solo se había abierto sino
que había cambiado hasta el nombre.
De los bosques solo queda uno y medio y las huertas han dado paso a una construcción que me tiene intrigada, a la que saco fotos cuando me acuerdo; me suelo acordar cuando cambia el tiempo, por ejemplo, cuando nevó.
El tren ha cedido sus vías a un magnífico
metro diseñado por Norman Foster y el
gallo ha dejado de despertarme cada amanecer. Todo tiene ventajas e inconvenientes.
Como decía don Pío "la vida es ansí".